Era un conjunto de encaje negro que no dejaba lugar a la imaginación. Dentro de la braga, en el lado derecho, se apretaba contra su cintura un paquete de cigarrillos. En su mano izquierda, calentándose poco a poco con su tacto, un mechero. La madera crujía con el pasar de sus pies descalzos. En el pelo se le formaban olas desordenadas, como una primavera en la playa.
Se sentó frente a mi en la mesa, puso el paquete y el mechero sobre ella como si fuera una partida de poker, y luego se encendió un cigarrillo.
-Tenemos que hablar- dijo.
No sólo había desenfundado, había disparado.
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